A pesar de las críticas que le han llovido aquí en España, quizá algunas con razón, la decisión del presidente Rodríguez Zapatero de enfrentarse por segunda vez a las preguntas de 100 ciudadanos en directo en Tengo una pregunta para usted, generó en mí una mezcla de satisfacción y vergüenza, por lo que ya se supone: como residente en este país quiero trascender la oportunidad -o inoportunidad- de algunas de las respuestas del presidente del gobierno a las -también, oportunas o inoportunas preguntas de los ciudadanos (pero cada quien es libre de preguntar lo que se le antoje, para eso estamos en una democracia); quiero trascenderlas, repito, porque el solo hecho de que el máximo representante del ejecutivo se plantara frente a los ciudadanos que lo eligieron a responder lo que a estos se les ocurrierra (aunque quizá en algún paranoico momento sospechemos que todo es un muy bien tramado montaje), es muestra de la salud de que goza el sistema democrático español. Pero, ay, pena, penita, pena, esa sonrisa democrática troca en mueca cuando recuerdo que en mi propio país, la cuna de los libertadores y toda esa mitología enfermiza que acarreamos como una losa desde hace doscientos años, el presidente mantiene un monólogo desde hace años disfrazado de conversación telefónica en su (y subrayo su) Aló, presidente, la tortura televisiva para drenar toda su bipolaridad, y para que algunas avispadas aguanten las ganas de orinar a cambio de cien mil dolares y un poco de figuración, y todo por su fascinación hacia los hombres de voz fuerte y mando atrabiliario. Meros machos, pues.
Sueño con el día en que los presidentes de mi país comparezcan ante sus ciudadanos no para hablar ocho horas seguidas de lo maravillosos que son ellos, sino para contestar a las preguntas, los deseos y los planes; sueño con una Asamblea donde los diputados exijan a los gobernantes respuestas y hechos, y no ofrezcan animadas genuflexiones. Sueño, aunque sea, con una presidenta de la Asamblea Nacional y una presidenta del Consejo Nacional Electoral que no parezcan que el último libro que leyeron fue Coquito, cuando les enseñaron -con trabajo, eso sí- a leer. Soñar es gratis, y los sueños, sueños son.
Sueño con el día en que los presidentes de mi país comparezcan ante sus ciudadanos no para hablar ocho horas seguidas de lo maravillosos que son ellos, sino para contestar a las preguntas, los deseos y los planes; sueño con una Asamblea donde los diputados exijan a los gobernantes respuestas y hechos, y no ofrezcan animadas genuflexiones. Sueño, aunque sea, con una presidenta de la Asamblea Nacional y una presidenta del Consejo Nacional Electoral que no parezcan que el último libro que leyeron fue Coquito, cuando les enseñaron -con trabajo, eso sí- a leer. Soñar es gratis, y los sueños, sueños son.